Empobrecimiento del discurso educativo

¿puede, entonces, sorprendernos la mediocridad intelectual que campea en nuestras escuelas, el aburrimiento que manifiestan los jóvenes cuando expresan una opinión sobre sus aprendizajes, la falta de compromiso de muchos maestros, el desgano y la superficialidad con que los ciudadanos nos involucramos en los debates públicos sobre el futuro de la educación, de la cultura?








En estos tiempos de crisis económica, de amenazas de recortes presupuestales, los discursos en defensa de la educación pública, y en especial de la universidad pública, se formulan casi por completo con base en argumentos económicos. Rectores, directores de escuelas, investigadores, altos funcionarios universitarios encargados de defender el subsidio estatal insisten en los beneficios económicos de la educación: invertir en educación es un negocio rentable, afirman; es la mejor inversión anticíclica, la más efectiva herramienta contra la recesión.

En general, esos discursos se estructuran a partir de una mixtura políticamente correcta de afirmaciones acerca de los desafíos de las sociedades y economías del conocimiento; de la necesidad de producir los saberes que la economía requiere; de formar profesionistas de alto rendimiento, adaptables, flexibles, competitivos a nivel mundial, que sepan usar las nuevas tecnologías y hablen a la perfección varios idiomas. Necesitamos producir un tipo de conocimiento capaz de promover el desarrollo económico, afirman; nuestra viabilidad como país está en juego en ello, concluyen. Por supuesto no faltan en esos mismos discursos palabras como ciudadanía, democracia, diversidad cultural, etc.; pero éstas no desempeñan un papel fundamental en los razonamientos, parecen más bien parte de una retórica inevitable. En última instancia, lo que realmente importa, lo que verdaderamente nos asegura un futuro como nación, es que contemos con un stock suficiente de capital humano de buena calidad.

La insistencia en esa forma de enunciar las tareas de la educación no es inocua, ni puede ingenuamente considerarse como parte de una táctica para convencer a funcionarios de gobierno, legisladores y políticos de no poner en riesgo la subsistencia de las instituciones educativas mediante reducciones en sus presupuestos. Constituye más bien la manifestación de una perspectiva política e ideológica más extendida, más profunda, que impacta sobre el quehacer educativo y, en buena medida, sobre el pensamiento educativo.

Desde hace décadas, la tendencia a asociar los propósitos de la educación con palabras como capacitación para el empleo, entrenamiento y logro de beneficios económicos ha venido ganando ascendencia entre educadores y educandos. Así, ante la pregunta ¿para qué o por qué educar? las respuestas que más se escuchan –o se intuyen al observar las prácticas escolares– se circunscriben a la enunciación de objetivos instrumentales: para obtener un buen trabajo, para progresar económicamente. Aunque legítimos, ¿son acaso suficientes para sostener el esfuerzo social e individual que implica educar y educarse? Aunque válidos, ¿son completamente realistas frente a un panorama económico nacional y mundial que condena a millones a la desocupación y subocupación, que desdeña la fuerza, vitalidad, creatividad e inteligencia de millones de seres humanos?

Tras la tesis que afirma que la educación es un factor determinante del progreso y el desarrollo económico anida la premisa de que el trabajo no es un factor productivo homogéneo, es decir: que los seres humanos no son sustitutos perfectos entre sí para realizar una misma tarea (no son simples herramientas intercambiables), y que son los conocimientos, habilidades, valores de cada uno lo que produce resultados distintos, más o menos valiosos. Planteado el problema en estos términos, la tarea educativa debe, entonces, por el bien de la actividad económica, encaminarse a hacer de los individuos fuerzas productivas más competentes, más eficientes; a hacer de ellos recursos humanos de alta calidad.

Además del empobrecimiento que ese proyecto provoca en el contenido de lo que se enseña, de los saberes que se producen, de los bienes culturales que se trasmiten (se privilegian aquellos que pueden ser rentables), la educación tiende a convertirse, bajo su lógica, en un proyecto individual desprovisto de todo compromiso con el bienestar colectivo: “adquirir” educación se convierte en una inversión a futuro, en una apuesta racional de los individuos en pos de ganancias privadas. A su vez el propio Estado, animado por la promesa de un aumento en sus ingresos por concepto de impuestos sobre la renta, colaborará en tal empresa, aunque de un modo diferenciado: ignorando a muchos y cobijando a unos pocos (invertirá allí donde los recursos tengan, según sus cálculos, mayor impacto económico) y condicionando, más temprano que tarde, los logros educativos y culturales de los ciudadanos.

Así, la educación pública, la educación sostenida mediante el esfuerzo económico del conjunto de la sociedad, renuncia a ser un instrumento para la formulación y materialización de un proyecto de país igualitario y se transforma en una instancia formadora y diferenciadora de competencias útiles para el sistema productivo y, por esa vía, en un instrumento eficaz de perpetuación y reproducción de un orden social profundamente inequitativo. Ante este panorama, ¿puede, entonces, sorprendernos la mediocridad intelectual que campea en nuestras escuelas, el aburrimiento que manifiestan los jóvenes cuando expresan una opinión sobre sus aprendizajes, la falta de compromiso de muchos maestros, el desgano y la superficialidad con que los ciudadanos nos involucramos en los debates públicos sobre el futuro de la educación, de la cultura?

Progresivamente, y como resultado –entre otras cosas– de ese esfuerzo pedagógico orientado a brindar competencias técnicas con miras a la obtención de logros materiales, la institución educativa se debilita como lugar en donde podemos idear respuestas a las preguntas que permanentemente nos hacemos y que tienen que ver con el sentido de nuestra propia existencia. Empobrecida su misión cultural, su misión como formadora de individuos íntegros, críticos, éticos, socialmente comprometidos, la escuela desalienta, frustra, aburre, y se muestra torpe para ofrecernos las palabras que necesitamos para comprender la realidad, para hallar la manera de revertir aquellos procesos que hacen del mundo un lugar cada vez menos hospitalario.

Una institución escolar centrada en la tarea de hacer de nosotros recursos para la economía, para el mercado, está muy lejos de ser una respuesta efectiva frente a la creciente complejidad del mundo, muy lejos de brindarnos la ayuda que necesitamos para hacer nuestro trayecto por la vida. Una escuela indiferente a los graves problemas del país (que son muchos más que los económicos), distanciada por completo de todo compromiso con el bienestar del conjunto de la sociedad (que incluye a muchos más que a los empresarios), profundiza su irrelevancia social y cultural y acrecienta nuestro desamparo individual.

Ante la fuerte resonancia de las teorías del capital humano, de la educación basada en competencias y de los valores empresariales en el ámbito escolar, debemos examinar críticamente un proyecto que anhela ser la única inspiración válida de toda acción educadora, y volver a preguntarnos, seria y rigurosamente, por qué y para qué educar.

Este artículo fué escrito por Florencia Addiechi (Doctora en Ciencias Políticas y Sociales, académica de la UACM.), fué publicado en La Jornada, en el número 5 del suplemento EDUCACION de la Universidad Autonóma de la Ciudad de México el 5 de diciembre del 2009, el texto fué tomado de aqui.

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