Reforma educativa: fracaso anunciado


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La Jornada
Luis Hernández Navarro

La reforma educativa presentada por Enrique Peña Nieto al Congreso de la Unión ha sido calificada como el “quinazo del siglo XXI” y como la panacea de los males pedagógicos del país. Con ella –se dice– se erosionará el poder de Elba Esther Gordillo en la enseñanza y mejorará la calidad del sistema de educación público.

Nada de eso es cierto. Ni existe un conflicto de fondo entre la profesora Gordillo y el Presidente de la República, ni los cambios legales que se proponen solucionarán los problemas de la enseñanza. Ni el poder de la lideresa vitalicia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) está en entredicho, ni la reforma es la medicina para curar los males pedagógicos del país.

Para que quede claro que no hay pleito, Elba Esther mandó a decir, por boca de Juan Díaz de la Torre, el secretario general del SNTE, que respalda la iniciativa de reforma educativa del Presidente, porque seguiremos siendo un aliado del Estado mexicano. Más claro, ni el lodo.

Que no hay ruptura entre ellos lo muestran, también, las posiciones que dentro del nuevo gabinete cosechó la lideresa vitalicia: Emilio Zebadúa, su candidato a gobernador en Chiapas hace seis años y Presidente de la Fundación SNTE, fue designado oficial mayor de Sedeso. José Reyes Baeza, ex gobernador de Chihuahua, fue nombrado director del Fondo de la Vivienda del Instituto de Seguridad Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado.

A quienes hablan de quinazo les haría bien asomarse un poco a la historia. Desde que, en 1989, Elba Esther fue elegida por Carlos Salinas como dirigente nacional del sindicato de maestros, ella no ha tenido empacho alguno para sumarse a todas las reformas educativas y de los sistemas de seguridad social, promovidas por los gobiernos en turno, sin importarle si afectaban derechos laborales o si no servían para mejorar la enseñanza. Nunca les ha puesto reparos. Su única condición para apoyarlas ha sido mantenerse como la única interlocutora entre los profesores del sistema de educación pública y el gobierno, lo quieran o no los docentes a los que dice representar. A ella no le interesa la educación, le importa su poder. La reforma de Peña Nieto no es la excepción.

Las distintas reformas educativas aplicadas a lo largo de las pasadas cinco décadas no han afectado para nada la fuerza de los líderes sindicales corruptos dentro del ámbito institucional. Así sucedió en 1983 con la tan pretenciosa como fallida revolución educativa de Jesús Reyes Heroles, con la que se buscó aplicar racional eutanasia a lo que está incurablemente enfermo, y así pasó con la Alianza por la Calidad Educativa (ACE) de Felipe Calderón.

Durante años, la descentralización educativa fue una obsesión del Olimpo pedagógico nacional, a la que no fue ajena la presión de los organismos financieros internacionales. El diagnóstico oficial asoció un sistema centralizado de instrucción pública con el bajo nivel educativo y con injerencia ilegítima de la burocracia sindical en los asuntos de la enseñanza. De acuerdo con la tecnocracia, bastaba transferir facultades, funciones y recursos a los estados para que la calidad de la educación mejorara y los líderes sindicales perdieran su poder. Cuando en 1992 se firmó el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, se anunció el inevitable declive de Elba Esther y el mejoramiento de la enseñanza pública. Nada. En su lugar, se echó a caminar una descentralización centralizadora que trasladó a los estados los problemas educativos sin darles las herramientas para resolverlos, y se acrecentaron los privilegios de la lideresa vitalicia.

Lo mismo sucederá con la reforma de Peña Nieto. Aunque se dice que es una iniciativa contra el poder fáctico de Elba Esther, en los hechos es promovida por otros poderes fácticos no regulados como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la asociación empresarial Mexicanos Primero, auspiciada por Televisa y por Organización Ramírez. Sin confesarlo abiertamente, la reforma busca promover la calidad de la educación a partir de la introducción de mecanismos de mercado disfrazados de evaluación en la gestión escolar.

No hay en la reforma muchas novedades. No mejorará la calidad de la enseñanza. El diagnóstico que hace es erróneo e insuficiente, y las medicinas que propone son equivocadas y peligrosas. No sólo excluye a los maestros en su ejecución, sino que los considera el problema central. Su propuesta no es novedosa. A lo sumo profundiza los lineamientos centrales de la ACE, mismos que han resultado un reverendo fracaso. Si acaso, lo que ahora pretende hacer en nombre de la creación de un servicio profesional del magisterio es dar un paso más en la afectación de derechos laborales de los docentes, como el de la estabilidad en el empleo. Es más de lo mismo, pero peor.

La reforma no afectará significativamente el poder de Elba Esther. Su fuerza no proviene solamente del hecho de que directores e inspectores sean personal sindicalizado, ni de que controle la admisión al sistema educativo de una parte de los nuevos maestros. Eso es sólo una pequeña parte de su andamiaje. Los concursos de oposición para los profesores de nuevo ingreso no han disminuido en nada su influencia. Al contrario. Sus fieles se las han arreglado para seguir controlando el ingreso en contubernio con las autoridades educativas.

El poder de Gordillo es una compleja telaraña de intereses gremiales, profesionales, políticos y económicos, cuyo corazón es el monopolio de la representación gremial y el apoyo que el gobierno federal le brinda para mantenerlo. Esta red está diseñada para resistir una gran tensión estructural. Arrancar uno de sus hilos no la destruye.

La reforma de Peña no romperá esa telaraña. El gobierno necesita a Elba Esther como aliada, y ella depende de este pacto para sobrevivir. Podrán presionarse mutuamente, pero no prescindir uno del otro. El fracaso de la iniciativa está anunciado.

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