Carta al rector de la UNAM

http://www.jornada.unam.mx/2010/09/30/index.php?section=opinion&article=022a2pol

Octavio Rodríguez Araujo

Querido amigo y admirado rector:

Podría escribir decenas de páginas, tal vez cientos, sobre nuestra universidad. Y más con motivo de sus 100 años de vida, que en realidad son más. Pero prefiero hacerlo sobre mi percepción personal desde que ingresé en ella en el año 1957 o, más en firme, en 1961.

En 1960 era estudiante de ingeniería mecánica en el Tecnológico de Monterrey, pero no me interesaba realmente. Fue por las no siempre atinadas influencias familiares. Lo que en realidad me interesaba eran los fenómenos sociales, las grandes preguntas sobre el mundo que vivíamos, las razones por las cuales había tantos pobres (menos que ahora, por cierto) y tan pocos ricos, pero muy poderosos. Esas inquietudes no tenían cabida en la ingeniería y menos en el Tecnológico, donde una vez me amenazaron de expulsión por querer formar una sociedad de alumnos para que éstos (nosotros) tuvieran voz y fueran escuchados. Yo entonces vivía en dos mundos separados e incompatibles: la disciplina cerrada de esa institución académica, donde pocas cosas no estaban prohibidas, y mis amigos mayores, que se presentaban como libres pensadores (sospecho que algunos eran socialistas, pero era una palabra que en Monterrey no se pronunciaba en voz alta).

Regresé a la ciudad de México y me inscribí en la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales (ahora Facultad). ¡Quién lo dijera!, entré para quedarme y para 2011 habrán pasado 50 años. Medio siglo de los 100 años de la UNAM. Mucho tiempo, qué duda cabe, aunque se diga fácilmente.

En mi facultad se me abrió otro mundo, que muchos años después entendí como la esencia de la UNAM: la convivencia de diferentes clases sociales entre los estudiantes sin discriminación de ningún tipo; la libertad de cátedra que permitía la coexistencia de profesores como Rubén Salazar Mallén (medio fascistoide) y Guillermo Garcés Contreras, un antimperialista con fama de radical, ambos muy cultos; la pluralidad de formas de pensamiento que provocaban interesantes debates, normalmente respetuosos, y la coexistencia de estudiantes como Manuel Sánchez Steinpreis, del beligerante y ultraderechista MURO (Movimiento Universitario de Renovadora Orientación), y Manuel Aguilar Mora, trotskista catalogado entonces como un ultraizquierdista. Contrastes y armonía fueron fenómenos que nunca había visto en un mismo ambiente y que llamaron poderosamente mi atención; de hecho, cambiaron mi vida, o la manera de verla.

Qué puedo decir de mis profesores. A la distancia he podido descubrir que son hombres y mujeres sabios, algunos ya fallecidos, pero ya desde entonces, en mis años de estudiante, pensaba que eran los mejores. Recuerdo que llegaba a casa y les contaba a mis padres lo que estaba aprendiendo. No es exagerado decir que la emoción me desbordaba en y después de clases. Cada uno de aquellos profesores era un verdadero especialista en su materia, unos menos chispeantes que otros (por no decir que algunos, que por cierto eran muy buenos y reconocidos investigadores, me resultaban un tanto aburridos en clase, pero esto se debía, quizá, a que tenían un tono de voz más bien monótono). A la mitad de mi primer año de licenciatura, el director de la escuela tuvo la brillante idea de formar el primer grupo de estudios dirigidos (conocido como grupo piloto), con ingreso voluntario, puesto que una condición era que los estudiantes fuéramos de tiempo completo. Pablo González Casanova, un entrañable amigo hasta la fecha, fue el creador de esa experiencia inigualable. Era un verdadero privilegio pertenecer al grupo piloto. Gracias a nuestros profesores, que lo eran también de otras facultades e instituciones (como El Colegio de México), aprendimos más de lo que uno esperaba como estudiante de licenciatura. El único problema, propio de nuestra inmadurez, es que nos llegamos a sentir superiores a los alumnos de los cursos regulares. Pero esa enfermedad no duró mucho tiempo, afortunadamente.

Así surgió, doctor Narro, mi encuentro con la UNAM, y mi fascinación por ella en mis 44 años de trabajo docente y de investigación. Todos sabemos que es la mejor universidad de México y de América Latina, pero este es un dato. El otro dato es cómo la asumimos los que estudiamos y trabajamos en ella. Si me permite decirlo en términos más o menos metafóricos, no me siento, y creo que muchos coincidirán conmigo, como si estuviera en el tercer mundo, aunque México siga perteneciendo lamentablemente a este conjunto de naciones, sino en un país desarrollado. Nuestros antiguos profesores, y pienso que igual ocurre ahora, nos trajeron el pensamiento de punta en el primer mundo, tanto vía conferencias (los famosos cursos de verano y de invierno de aquellos años) como por lecturas y enseñanza en clases. Dicho de otra manera, el desarrollo no nos era ni nos es ajeno, a pesar de vivir en el subdesarrollo. Y lo que digo sobre mi facultad lo pienso igual para el resto de las escuelas e institutos de la universidad.

La UNAM ha sido atacada desde siempre, incluso desde adentro, pues es parte de su estructura abierta a todos y de la pluralidad de quienes la componemos. Pero aquí está, más fuerte que nunca y radiante celebrando su 100 años de vida como tal. Y aunque no he podido asistir a varias de las celebraciones a las que amablemente me ha invitado, quiero decirle que sigo muy orgulloso de nuestra institución, con la que estoy muy agradecido por lo que soy, y de su rector, de su bonhomía y de su compromiso. ¡Mis felicitaciones!

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