¿Excelencia? No, gracias

Suplemento EDUCACION de la UACM, Núm. 2
3/09/2009
Manuel Pérez Rocha
Editorial



Desde hace tiempo es sabido que el lenguaje tiene una importancia determinante en el pensamiento y en infinidad de aspectos de la vida tanto individual como social. Ya a principios del siglo XVI Antonio de Nebrija advertía que “El lenguaje es compañero del imperio”. Sin embargo, poca conciencia tenemos de esto, prueba de ello es la facilidad con la que aceptamos, sin reflexión, incorporar en nuestro vocabulario palabras cuyo significado, origen y función ignoramos.

Un caso paradigmático contemporáneo de esta falta de cuidado en el lenguaje es el uso obsesivo de la palabra excelencia. En esta obsesión han sucumbido, particularmente, muchos actores del medio académico, traicionando así su responsabilidad de pensar.

La palabra excelencia adquirió especial fuerza a partir de los años ochenta del siglo pasado y en ello influyó, sin duda, la publicación del libro En busca de la excelencia, de los autores Tom Peters y Robert Waterman, uno de los más exitosos “bestsellers” de la historia. Véase en la Wikipedia el fraude que significó dicho libro proveniente del mundo empresarial; y este no es el único caso de coloniaje lingüístico del ámbito de los negocios sobre el mundo educativo y la academia, ya nos ocuparemos de otros.

Hace quince años, en un artículo titulado “En defensa de la imperfección”, Pablo Latapí advertía: ... hoy se predica una excelencia perversa: se transfiere a la educación, con asombrosa superficialidad, un concepto empresarial de “calidad”. Con toda razón, el doctor Latapí nos hace ver que los conceptos útiles para producir más tornillos por hora, y venderlos, no pueden convertirse en filosofía del desarrollo humano. Bajo este lema de la excelencia, explica, se han introducido en las universidades aspiraciones paranoicas de perfección; con el término se cuelan varias deformaciones humanas que, por serIo, son también perversiones educativas (…). Por ignorancia de la historia o por estrechez conceptual la actual doctrina de la excelencia ha entronizado un ideal de perfección que reduce las posibilidades humanas: con esa etiqueta suelen vender los traficantes de la excelencia, en un solo paquete, los secretos de discutibles habilidades lucrativas, la psicología barata de la autoestima y los trucos infantiles de una didáctica de la eficacia.

Al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad Autónoma Metropolitana en febrero pasado y por el Cinvestav en julio de este año, Latapí reflexionaba:

En el ámbito educativo, hablar de excelencia sería legítimo si significara un proceso gradual de mejoramiento, pero es atroz si significa perfección. Educar siempre ha significado crecimiento, desarrollo de capacidades, maduración, y una buena educación debe dejar una disposición permanente a seguirse superando; pero ninguna filosofía educativa había tenido antes la ilusoria pretensión de proponerse hacer hombres perfectos.

Yo creo que la excelencia no es virtud; prefiero, con el poeta, pensar que “no importa llegar primero, sino llegar todos, y a tiempo”. El propósito de ser excelente conlleva la trampa de una secreta arrogancia. Mejores sí podemos y debemos ser; perfectos no. Lo que una pedagogía sana debe procurar es incitarnos a desarrollar nuestros talentos, preocupándonos por que sirvan a los demás. Querer ser perfecto desemboca en el narcisismo y el egoísmo. Si somos mejores que otros –y todos lo somos en algún aspecto– debemos hacernos perdonar nuestra superioridad, lo que lograremos si compartimos con los demás nuestra propia vulnerabilidad y ponemos nuestras capacidades a su servicio.

El doctor Pablo Latapí Sarre, fundador del Centro de Estudios Educativos, educador e incansable investigador en el campo de la educación, falleció el pasado 6 de agosto. Aquí lo recordamos, y aquí honraremos su memoria enriqueciendo nuestro trabajo con sus ideas sobresalientes.
Manuel Pérez Rocha

El texto original fué tomado de aquí

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